2012-07-27



Inglès/English | Subs: Castellano

94 min | Xvid 592x336 | 907 kb/s | 126 kb/s vbr mp3 | 29,97 fps

699 MB



La directora Tamra Davis rinde homenaje a su amigo en este documental, pero también profundiza en Basquiat como un iconoclasta. Su arte conceptual fue la moda, un artista negro con éxito que se enfrentó constantemente al racismo y las ideas equivocadas. Entrevistas con información privilegiada y metraje de archivo.



Jean-Michel Basquiat es uno de los mejores representantes del arte a finales del siglo XX en las grandes capitales mundiales, especialmente en Nueva York, su ciudad de residencia. Su tiempo —la década de 1980— fue testigo de la abrupta y delirante transformación del mundo del arte en un mercado incierto e inmisericorde que procesaba a gran velocidad el talento de los más jóvenes como promesa de valor de cambio, y que convertía la fama de los más viejos en un bien de consumo arqueológico en tanto “objeto antiguo” de prestigiosa posesión. Dividido entre promover la certidumbre de su diferencia y adherirse conscientemente a un ramillete de tradiciones beneméritas, Basquiat cortejó la rentabilidad de la fama y asumió tradiciones que apenas hoy comienzan a estudiarse en su compleja y apretada obra. Habiendo dado un salto espectacular desde el espacio anónimo del graffiti urbano hasta las galerías y los museos más respetados en las principales capitales del arte mundial, su estrella se consumió poco después: Basquiat perdió la vida a destiempo, con apenas 27 años de edad y debido a una sobredosis de drogas. Dejó tras sí una producción enorme y variada, de calidad sostenida, sorprendente. Pero la vertiginosa rapidez de su desarrollo como artista nos indica que Basquiat abandonó este mundo mucho antes de alcanzar su primera madurez.

No hay duda de que puede hablarse de un mito de Basquiat, que conjuga en incómoda síntesis el impulso bifronte de fama y dinero que le exigía a este artista salirse de sí, abandonar su timidez casi patológica, y exhibir un igualmente patológico delirio de grandeza. Mostrando una insaciable sed de vivir paralela a la insistente recurrencia de impulsos disociadores como el uso de drogas, su biografía registra la prisa de la experiencia apurada hasta las heces. Su fama súbita y extrema, y su muerte precoz y a destiempo, dan contorno a la figura del héroe joven, de tan antigua estirpe narrativa. Genio audaz, incomprendido, y espontáneo, entregado a episodios de soledad y aislamiento, irritable e impredecible, Basquiat se une a una larguísima tradición de artistas jóvenes que se distinguieron por sus obras incisivas, inéditas y retantes, que no se avergonzaban de salir al mundo desaliñadas, medio incompletas, con la pintura aún sin secar. Como muchos jóvenes artistas en la historia de Occidente que apresuraron su vida y se lanzaron a la aventura y a la consecuente desventura, Basquiat asumió la suya como un riesgo y dejó atrás una estela fulgurante de obras cuya interpretación está por verse.

Basquiat tomó por asalto el mundo del arte cuando ya el Pop Art se había convertido en la imagen vacua de su propia y deliberada vacuidad, en una cita irónica de la ironía original que acompañó su gesto desacralizante y consumista. Eran los tiempos en que el minimalismo había eterizado con su frialdad de quirófano conceptual el entusiasmo del público ante los objetos de la creación artística. Basquiat desafió los convenientes facilismos de la cita y de la alegoría conceptista regresando a la figuración como principio expresivo y mostrando una preferencia por la pintura como tecnología pictórica. De esa forma, nuestro artista se incorporó a una nueva corriente que mimetizaba la explosividad emotiva del Expresionismo Abstracto y que adecuadamente vino a llamarse “Neo-expresionismo”. Se trataba del regreso a la obra única, al objeto de arte que podía regresar a su sitial simbólico de objeto “con aura”, como describía Walter Benjamin esos objetos que desafían su valor de uso y se dedican a depredar —falaces, problemáticos– el espacio ingrávido del símbolo.

Es de todos conocido que ese regreso de la figuración pictórica azuzó el apetito voraz del mercado del arte, que volvió a afianzar todos sus estilos de trabajo: el star system basado en la mercadeabilidad de obras únicas que pueden poseerse e intercambiarse sin mayor miramiento; el delirio persecutorio del “nuevo talento” y la mercadeabilidad de la tan prometida rentabilidad de la inversión (al mercado de los junk bonds correspondió el mercado del junk art…); la presión constante e indebida sobre los artistas de moda para aumentar su producción y satisfacer la demanda de un mercado insaciable; la salida a la calle de obras casi inconclusas y sin el padrinazgo de la mirada crítica del propio artista; la debilitación de la voluntad creadora del artista al exponerle constantemente a la tentación de obedecer la demanda del momento y no de crear una oferta nueva y visionaria; el desarrollo de un coleccionismo privado —patológico y adictivo, con frecuencia irracional y acrítico— que sepultó muchas de las obras en las lujosas mansiones de estos nuevos ricos y lejos de los ojos del público; el surgimiento de un mercado secundario que empujó los precios de tal modo que las obras se volvieron incosteables para los museos y otros espacios públicos para el arte; el empobrecimiento de la textura discursiva del espacio artístico, que devino una suerte de clearing house de obras excedentes, ya que no excelentes, debido a una sobreproducción impensada y quizás innecesaria. La obra de Basquiat, milagro singular que floreció en medio de esta coyuntura tan adversa para los artistas y tan propicia para los mercaderes de arte, estuvo condicionada por este mercado inclemente que no hizo más que empobrecer el gesto de comunicación que siempre asociamos con el arte.

Según lo vivió Basquiat mismo, el retorno de la obra única empujó el arte hacia una febril especulación en términos de inversión financiera. El objeto de arte, convertido en activo económico de valor elevado a un plano místico más allá del papel moneda o de un certificado de acción de capital, sorprendió a los artistas mismos, que se sintieron convocados, como las estrellas del rock’n roll, a una riqueza de ensueño. Como contraparte de este sueño de interminable prosperidad económica, los artistas se sintieron explotados por el sistema. Sintieron —y Basquiat así lo expresó constantemente— que su arte estaba atrapado en las exigencias de la demanda y que no tenía oportunidad para crear verdaderas “ofertas”, es decir, algo inédito, innovador. Sabemos, por ejemplo, que, en sus primeros años, muchos clientes de Basquiat recelaron de su letrismo por la naturaleza directa de su protesta social, y así prefirieron que se dedicara a pintar figuras sin texto. Quizás de ahí venga la insistencia en los tachones, en la reiteración punitiva de frases confesionales, en la construcción de pentimentique con frecuencia encubre textos, en la creación de “lenguajes” propios con alfabetos personales que nadie puede descifrar. Casi podría decirse que el mercado llevó a Basquiat a la elaboración de un “lenguaje privado”. Esto no es más que uno de los muchos ejemplos de la presión del mercado sobre la voluntad creativa del artista.

La expansión dramática del público de la cultura es fundamental para calar profundo en este período tan vertiginoso en la historia del arte contemporáneo. Esta expansión fue propiciada en gran medida por los trucos publicitarios del Pop Art, que buscó de forma sistemática el emborronamiento de las barreras entre la alta y la baja cultura. Este importante colapso de las barreras establecidas desde tiempo inmemorial por el “gusto estético” —que Arthur Danto llamó tan aptamente the transfiguration of the commonplace— tuvo un progreso tan contundente que comenzó a manifestarse en el constante trasvasamiento entre las artes y en la cohabitación productiva entre la música, el teatro, el cine y las artes plásticas. Como ocurrió en el siglo XVIII con los cafés como centros del quehacer cultural, en las grandes capitales y a finales del siglo XX los clubes musicales se volvieron efervescentes espacios de intercambio entre artistas. Locales nocturnos como el Palladium, el Mudd Club y el Club 57 fueron caldo de cultivo y nido de polinización cruzada entre artistas emergentes y artistas consagrados, entre viejos ricos y nuevos ricos que allí comenzaron a practicar con embriaguez chamánica el sacro rito de la compraventa que caracterizó a la década de 1980 (...) (Bodegón con Teclado)

In his short career, Jean-Michel Basquiat was a phenomenon. He became notorious for his graffiti art under the moniker Samo in the late 1970s on the Lower East Side scene, sold his first painting to Deborah Harry for $200 and became best friends with Andy Warhol. Appreciated by both the art cognoscenti and the public, Basquiat was launched into international stardom. However, soon his cult status began to override the art that had made him famous in the first place.

Director Tamra Davis pays homage to her friend in this definitive documentary, but also delves into Basquiat as an iconoclast. His dense, bebop-influenced neoexpressionist work emerged while minimalist, conceptual art was the fad; as a successful black artist, he was constantly confronted by racism and misconceptions. Much can be gleaned from insider interviews and archival footage, but it is Basquiat's own words and work that powerfully convey the mystique and allure of both the artist and the man.

"SAMO vive" graffiti aparecido en las calles de Nueva York cuando Jean-Michel murió

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