Hay tres momentos en la vida de Gloria Cañas, una salvadoreña que vive en la Misión, que jamás podrá olvidar. El primero, es cuando recibió su Primera Comunión de las manos del Monseñor Salvadoreño Oscar Romero.
“Era Viernes Santo y él era el sacerdote de la Catedral de San Miguel, donde yo iba a Misa. Tuve que confesar mis pecados, y al final mentí sobre estar en la Iglesia con mis padres. Él fue a buscarlos, y cuando regresó, me dijo: Nunca le mientas a un adulto ‘hija’”. Cañas recuerda su voz paternal y su paciencia, al igual que los “enormes sacrificios que hizo por los pobres en el Salvador”.
El segundo día que recuerda Cañas, es el 24 de marzo de 1980, el día que el Arzobispo Romero fue asesinado a tiros durante una misa. “Estaba en la universidad cuando escuché las noticias. La gente empezó a gritar ‘nos tenemos que ir, hay que huir’ mientras camiones llenos de militares se dirigían a nosotros. Yo pensaba ¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué va a pasar con toda las personas desplazadas que vienen a esta iglesia buscando ayuda? ¿Quién va a protegernos?”
Han pasado casi 35 años desde ese día, pero los sermones de Romero permanecen vívidos en su mente. Cuando escuchó que sería beatificado, se sintió obligada a hacer un viaje desde la Misión a su país. Y fue allí, el 23 de marzo, cuando presenció el tercer momento en su vida que dejó una huella para siempre.
“Éramos como un millón de personas. No nos importaba estar apretados entre la multitud. La gente llevaba mensajes con su fotografía, y frases de amor, compasión, perdón y reconciliación. Había gente de toda Latinoamérica, ministros, y representantes del gobierno. Incluso había una delegación de Japón. Fue en verdad emocionante”, dijo ella sobre el momento histórico que acercó a Romero un paso más hacia la santidad.
Brindando Ayuda
Gloria viajó con una delegación de 10 personas desde San Francisco quienes llevaron teléfonos, laptops, y productos hechos a mano a las comunidades pobres de Pango, el Salvador. Una de las tareas principales de organizaciones como Catholic Charities (Beneficencia Católica), que es donde Gloria trabaja, al igual que la Red Nacional de Salvadoreños en el Exterior (RENASE), y el Central American Resource Center (Centro de Recursos de Centro América, CARECEN, por sus siglas en Inglés) es brindar ayuda a las comunidades más necesitadas en el país centroamericano.
CARECEN no contaba con una cifra exacta del número de Salvadoreños que viven en la Misión, pero la cifra se acerca a 78,000 en el área de la Bahía. La mayoría llegó en la década de 1980, huyendo de la guerra civil que enfrentaba el país. Puesto que el costo de las rentas se ha incrementado, hay muchos que se mudaron a Oakland, San Bruno, y Richmond.
José Cartagena, un miembro del comité de RENASE, es uno de ellos. Cartagena, quien fue residente de la Misión por una década, ayudó a organizar la transmisión masiva de la beatificación de Romero en la Catedral de San Bruno el 23 de mayo. “Hubo gente que vino de diferentes partes de California. Sentimos la necesidad de unirnos a celebrar en memoria de un hombre que, para nosotros, sigue con vida. Esta (beatificación) es muestra de la esperanza y el reconocimiento de una lucha que aún no termina”.
Cartagena, que ahora vive en Oakland, tiene artículos de los diarios del Salvador de 1979, y de inicios de 1980, cuando la derecha se refería a Romero como un “terrorista”, un “comunista”, un “guerrillero”, y pedía su ejecución. “La ironía es que, cuando lo nombraron Arzobispo, nadie lo quería porque parecía que representaba a la iglesia conservativa. Pero, cuando empezó a predicar la Teología de la Liberación y a denunciar las atrocidades de la guerra, encontramos a un aliado, y una voz para todos aquellos a quienes nadie escuchaba”.
En ese entonces, Cartagena pertenecía a las comunidades de base en la provincia del norte, Chalatenango, y se unió al movimiento estudiantil revolucionario. Poco tiempo después, huyó al exilio con cerca de 1000 agricultores a la frontera con Honduras. Él logró mantenerse con vida, aunque perdió a muchos compañeros estudiantes en la famosa Masacre del Río Sumpul en la que, de acuerdo con la Comisión de la Verdad para El Salvador, el gobierno asesinó a casi 600 personas con la ayuda de las fuerzas armadas de Honduras.
“Le pagué a un Coyote para que me cruzara a México, bajo la promesa de que tomaría un avión en la frontera, pero eso nunca sucedió. Terminé caminando en el desierto de Arizona con un grupo de inmigrantes, de los cuales 13 murieron”, dijo él. Después de una larga travesía, terminó en uno de los cuatro albergues para refugiados que la Casa del Salvador Farabundo Martí abrió en San Francisco. Ahí conoció a Cañas, quien venía de Washington, en donde había suplicado al senador Ted Kennedy que dejara de enviar armas al Salvador.
“Cada año, al conmemorar el asesinato de Romero en una misa en St. Antoine (en la calle César Chávez), estamos conscientes de que sus palabras nunca dejan de ser relevantes. Aún necesitamos cambios sociales, aún presenciamos injusticias, y, desafortunadamente, el Salvador no está libre de violencia”, dijo Cartagena.
“Un acto de justicia”
Las homilías de Romero permanecen en la mente de sus seguidores. Alba Guerra, dueña del Sunrise Restaurant, un restaurante Latinoamericano ubicado en la calle 24, dijo que recuerda, “como si hubiera sido ayer”, la última homilía de Romero, la cual escuchó en la radio. Ella tenía tan solo 12 años pero le impresionó escuchar a Romero pedir a las Fuerzas Armadas del Salvador que detuvieran la represión. “Fue muy fuerte”, dijo. “Se atrevió a pedirles que acabaran con las masacres, que dejaran de matar a civiles, a nuestros hermanos. Él dijo que ‘ningún soldado está obligado a obedecer órdenes contrarias a la ley de Dios. Nadie tiene por qué obedecer una ley inmoral’”.
Guerra también se vio forzada a dejar su tierra, Ilobasco, en la Provincia de Cabañas. Primero fue a Honduras, y después de una larga travesía, a California. “Perdí muchos familiares: mi madre, mis tíos, mi cuñado. Uno de mis hermanos que vino a estudiar medicina en la universidad de Georgetown, regresó al Salvador porque quería fundar un hospital, fue asesinado. Al otro lo atraparon en una redada, aquí en San Francisco. Entonces lo deportaron y después lo mataron”, dijo Guerra, quien ha vivido en la Misión durante 10 de sus 25 años de exilio. “Aún tengo dos hermanas allí (en el Salvador), y familiares en Oregon, Italia, Australia…la necesidad de mantenerse con vida no tiene fronteras”.
Hoy en día, Guerra organiza una cena en memoria del Monseñor Romero cada aniversario de su muerte. En ella invita a sus compatriotas a hablar de la vida, experiencias, y legado del Monseñor. “Colgamos pósters de él en la pared, hablamos del trabajo del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional – actualmente en el poder), y servimos agua de tamarindo, que era su favorita”. Para ella, la beatificación significa “un acto de justicia, ahora es San Romero. Él aún está vivo, para mí nunca murió”.
Romero de América
Carolina Pallares, una asistente administrativa en la Oficina de Políticas Públicas y Asuntos Sociales de la Arquidiócesis de San Francisco también cree que el “enorme respeto” que incluso gente de otras religiones, como los Mormones, Evangélicos, y otros países Latinos profesan por Romero, “muestra que la huella que dejó en la historia no tiene fronteras. No hay duda de por qué lo llaman Romero de América”.
Pallares tenía un gran póster de Romero en su oficina. Tan solo tenía 10 años cuando el Arzobispo fue asesinado, pero recuerda que su madre, quien llevaba una radio a todos lados para no perderse ninguna de sus homilías, fue a su funeral. “Tenía miedo porque mi madre no aparecía después de la estampida de personas (40 murieron durante la ceremonia). Todos sus amigos volvieron a sus hogares, pero no mi madre. Estuvo escondida por ocho horas mientras el ejército arrojaba bombas y había disparos por todos lados”.
Pallares, quien ahora es madre, reconoce que vivir en el área metropolitana del Salvador la mantuvo a salvo e “inocente” ante las crueldades de la guerra. Pero en 1989, cuando entró a la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) para estudiar Arquitectura, presenció por primera vez un acto de violencia: el asesinato de seis estudiantes/sacerdotes Jesuitas, su ama de llaves, y la hija de la última. Fueron hombres armados con uniformes quienes les dispararon.
“Eso me abrió los ojos a lo que había estado pasando en las zonas rurales por mucho tiempo”, dijo. “Me fui a la frontera a ayudar a personas que venían de Honduras, donde también se los perseguía”.
Su madre fue la primera de la familia que vino a San Francisco, y poco a poco toda la familia terminó aquí. Pallares llegó en 1995. Sin embargo, a su hermano lo reclutaron las fuerzas armadas y supuestamente murió a causa de una mina terrestre que los guerrilleros plantaron. “Nunca supimos la verdad, y mi madre no pudo asistir al funeral porque estaba aquí como indocumentada”, dijo Pallares.
“Como dijo el Monseñor Romero, fue una guerra donde los hermanos se mataban unos a otros. Sus lecciones sobre el papel de la iglesia en la sociedad son lo que inspira cada día mi trabajo”, dijo ella.