2016-05-25

"... A caballo entre los siglos XIX y XX se extendió la creencia de que beber sangre o aplicar la grasa de niños sanos en cataplasma era una cura infalible para enfermedades como la tuberculosis o la sarna. Se llegó a rumorear que el propio rey Alfonso XIII combatía la tisis practicando el vampirismo..."

Revista "Muy interesante". El sacamantecas de Gádor

El 28 de junio de 1910 desapareció el pequeño Bernardo González Parra, de siete años de edad. Era hijo de Francisco González Siles, jornalero de cuarenta y tres años, y María Parra Cazorla, de cuarenta. La pareja tenía otros cuatro hijos: José, de trece años; María, de doce; Francisco, de diez y Dolores, de seis. Vivían en una cueva del barrio de la Fuente, en Rioja, un pequeño pueblo distante unos tres kilómetros de Gádor, en la provincia de Almería.

Después de comer, el padre se marchó a trabajar la tierra, mientras que la madre se dirigió a una balsa próxima para lavar la ropa de la familia, acompañada del pequeño Bernardo. Pero el niño se alejó para jugar con otros muchachos del lugar. Era víspera de San Pedro. La tradición permitía a los niños comer la fruta que quisieran sin que los propietarios de los árboles pudieran protestar. Así que los críos se fueron a comer brevas, higos y albaricoques. Además, Bernardo se quería bañar en el río Andarax con sus amiguitos.

Cuando Francisco vio a su hijo vagando por los campos le mandó volver a casa, con el recado de que iba a llegar tarde porque tenía que recoger leña.

Luego entramos en el guión de tantos y tantos casos. El niño que tarda, pasan las horas, los padres se angustian y se acaba por dar la alarma. La familia y sus conocidos comienzan la búsqueda del pequeño Bernardo, sin éxito. Se incorporan a las batidas más vecinos del pueblo, pero no sirve de nada. El niño no aparece, de modo que sus padres terminan por viajar hasta Gádor, ya de madrugada, para presentar la correspondiente denuncia en el cuartel de la Guardia Civil.

La búsqueda siguió siendo infructuosa, hasta que un hecho lo cambió todo. Julio Hernández Rodríguez, vecino del pueblo y apodado "el Tonto", se presentó en el cuartel de la Guardia Civil contando que había encontrado a un niño muerto mientras perseguía a una cría de perdiz. Al hurgar en un escondrijo, tocó algo que resultó ser un pie, el del niño desaparecido. El hallazgo se produjo en un paraje conocido como "Las Pocicas".

La Guardia Civil siguió las indicaciones de Julio y encontraron el cuerpo del desventurado Bernardo, que estaba muerto, con la cabeza destrozada a golpes.

Al realizar la autopsia, que al parecer fue realizada por el Dr. Fernández Viruega, médico forense, se describieron las siguientes lesiones:

Heridas múltiples en la cabeza, con rotura de huesos, algunos de cuyos trozos se introdujeron en la masa encefálica, producidas por cuerpo contundente, como una piedra, palo u otro cuerpo duro, manejado con bastante fuerza.

En la axila izquierda del cadáver presenta una herida profunda producida por arma punzocortante que mide 4 cm. de longitud, arma que manejada de abajo a arriba dio lugar a que su punta saliera por el hombro, donde produjo una herida de 2 cm.

En el vientre existe una herida de bordes limpios debida a arma cortante, que empezando más debajo de la boca del estómago, termina en el pubis. Los intestinos aparecen al exterior y están cortados por el duodeno, como a tres centímetros de su salida del estómago y por el recto. Todo el colon ascendente transversal y descendente aparece en absoluto desprovisto de epiplón y grasa. Falta todo el peritoneo, del cual no aparecen ni vestigios. El hígado está íntegro, como el diafragma y todas las vísceras de la cavidad pectoral, razón por la que se deduce que el niño murió como consecuencia de las lesiones causadas en la cabeza, y que después de su muerte le fue abierto el vientre.

La Guardia Civil acribilló a preguntas a Julio, que acabó por derrumbarse y confesar.

Resultó que un vecino llamado Francisco Ortega (alias "el Moruno") padecía de tuberculosis. Contra este mal, la sanadora y hechicera Agustina Rodríguez le había aconsejado que bebiera la sangre caliente de un niño sano y que se aplicara al pecho su grasa.

Ortega aceptó y se estipuló en 3.000 reales el precio de la "sanación".

Los involucrados en dicho plan eran los siguientes individuos:

Pedro Hernández y Agustina Rodríguez González; sus hijos Julio Hernández Rodríguez "el Tonto" y José Hernández Rodríguez (casado con Elena Amate Medina). O sea, la familia de la bruja.

Francisco Leona. Brujo y supuesto amante de la bruja Agustina.

Francisco Ortega Rodríguez, "El Moruno" y Antonia López Delgado. O sea, el enfermo tuberculoso y su pareja.

De modo que el 28 de junio, sabedores de que los niños en esa fecha solían ir a buscar fruta, el brujo Leona y "el Tonto" se apostaron en un cañaveral. Al pasar Bernardito lo metieron en un saco y lo condujeron al cortijo de San Patricio, donde esperaba la bruja Agustina.

El enfermo Ortega acudió de inmediato para someterse al "tratamiento" y entonces Leona acuchilló a Bernardito en el hueco de la axila izquierda hasta traspasarle el hombro, mientras Agustina recogía la sangre del niño en un vaso, que Ortega bebió ávidamente, tras ser mezclada con azúcar.

Después Leona y el Tonto volvieron a meter al niño en el saco y lo condujeron al barranco del Pilar, en donde lo tendieron en el suelo y lo mataron golpeando su cráneo con piedras. Después Leona abrió al pobre niño en canal y le extrajo la grasa abdominal, que debía aplicarse Ortega en el pecho. Luego escondieron el cadáver.

"... Los tres asesinos, Agustina, Leona y Julio, llevaron el saco hasta el cercano barranco del Jalbo. Allí sacaron al niño, que aún rebullía. Leona le dijo a Julio que le aplastara la cabeza con una piedra y éste así lo hizo. Agustina se inclinó sobre su corazón observando que aún latía. Le dijo que volviera a darle con la piedra. “¡Qué cabeza más dura tiene el condenao!” exclamó Julio. Cogiendo una piedra de gran tamaño, le golpeó dos veces más hasta rematarlo..."

Francisco Leona Romero, un vecino de setenta y cinco años de edad, era barbero y curandero. Pero era algo más. Formaba parte del entramado caciquil de Gádor, ya que su sobrino, Juan Leona Lozano, era el alcalde del pueblo y su cuñado, Eulogio Romero del Castillo, era el juez. Eso le permitió salir indemne de varios hechos delictivos graves.

"... La hechicera Agustina… acusó a Leona de haber dado muerte, en un huerto de D. José García, a un hombre loco que penetró en el recinto; de la muerte de un belonero [artesano de estaño y latón] que paraba en Gádor, en la posada de una propiedad de un individuo llamado el Manco; del robo a un sacerdote, cuyo hecho quedó en silencio porque su compadre [el cuñado juez], D. Cándido Albarracín, recogió la cantidad robada y la devolvió; de haber destrozado a una niña, hija de D. Andrés Coca, y de otros muchos actos vandálicos y criminales que han quedado en el misterio..."

La "niña destrozada" que se menciona podría haber sido víctima de un estupro, aunque no hay muchos datos al respecto.

De modo que, según la versión oficial, el horrible asesinato de Bernardito se había producido para utilizar su sangre y su grasa como remedio para la tuberculosis. Aunque no se descubriría un fármaco antituberculoso eficaz -la isoniacida- hasta 1945, el doctor Robert Koch había aislado en 1882 el microorganismo responsable de la enfermedad: el mycobacterium tuberculosis, también conocido como bacilo de Koch, en honor a su descubridor.

No obstante, parece que casi treinta años después del hallazgo de Koch todavía era creíble la existencia de brujos que recurrían a sacrificios humanos como remedio para los males de los insensatos que solicitaban sus servicios. Mientras tanto, Alfonso XIII estaba muy ocupando artisteando, encargando películas pornográficas al Conde de Romanones y aumentando su patrimonio por todos los medios a su alcance, en lugar de preocuparse por la salud, el bienestar y la instrucción de los ciudadanos. No es de extrañar que después pasara lo que pasó. ¿Qué se puede esperar de un Rey que encarga películas pornográficas y de una nobleza que atiende su petición por medio de un Conde y Grande de España, archimillonario y triconverso, que primero fue monárquico, luego republicano y después franquista? De no haber muerto, habría acabando uniéndose al grupo de "padres de la patria" que redactaron la constitución de 1978. La historia se repite.

Volviendo al caso, parece bastante poco probable que el crimen se realizara en dos escenarios distintos. Lo "lógico" habría sido hacerlo todo en el cortijo, ahorrándose paseos innecesarios, posibles testigos de los hechos, etc. Pero el relato fue aceptado en su totalidad.

Celebrado el juicio, se puso en libertad a dos de los acusados, Pedro Hernández y Antonia López Delgado, y se condenó a muerte al "paciente", Francisco Ortega Rodríguez "el Moruno"; a la bruja, Agustina Rodríguez González, y a Julio Hernández Rodríguez "el Tonto". José Hernández Rodríguez fue condenado a 17 años de cárcel. Elena Amate Medina fue absuelta, aunque había estado alumbrando con un candil a los asesinos mientras extraían la sangre del niño.

En cuanto al brujo, Francisco Leona, no llegó vivo a juicio. Murió en la cárcel en mayo de 1911, oficialmente de gastritis aguda, aunque se rumoreó que había sido asesinado porque el crimen estaba relacionado con no se sabe qué importante personaje de Almería. Desde luego, venenos como el arsénico producen síntomas similares a la gastroenteritis. El tema volvió a aparecer durante el juicio, cuando el defensor del "Moruno" solicitó se leyera la declaración de "el Tonto", en la que éste decía que la grasa del niño sacrificado era para una persona conocidísima de Almería. Pero el presidente se negó aduciendo que era una de las mil patrañas inventadas por Julio durante la instrucción del sumario, habiendo quedado demostrado entonces que carecía de fundamento. Es decir, que Julio era como Miguel Ricart y sólo había que creerle cuando convenía. A las personas "muy honorables" no se las investiga.

Los reos de Gádor fueron ejecutados a las seis de la mañana del día 10 de septiembre de 1913. A excepción de "el Tonto".

Romanones se había ocupado de gestionar su indulto.

De izquierda a derecha, Pedro Hernández, Francisco Leona Romero, Julio Hernández

Rodríguez y José Hernández Rodríguez. Los dos últimos, hijos de Pedro Hernández.

El Popular

Martes, 13 de septiembre de 1910

Traslado de los presos desde la cárcel de Almería al Barranco del Jalbo. Reconstitución del crimen sobre el terreno. Coronación de la labor de la justicia.

Cuando la ansiedad de la opinión pública parecía calmada, y todos esperábanos la hora de que llegase el día de la celebración del juicio oral, para saber ya cuál era el fin que esperaba a los bárbaros autores del monstruoso crimen de Gádor; convencidos firmemente de que la instrucción del sumario había tocado a su fin, ha venido un hecho a poner en la inteligencia nuevamente la curiosidad y a despertar la expectación que estaba dormida en el fondo de todos los espíritus.

El recuerdo no se había apagado; perduraba, latente, en nuestras conciencias, la visión de aquel cuadro sombrío del martirio del desgraciado Bernardo González Parra. El tiempo vino con su obra pacificadora a suavizar las asperezas de la memoria aterrorizada. Existían recuerdos, sí, pero no aquella clamorosa, aquella insaciable sed de noticias de los primeros días que siguieron al crimen; sed que, a la vez, era de justicia, de severidad, de castigo.

Y cuando todo esto sucedía, cuando llamada la atención colectiva hacia otros asuntos, merced a la influencia que en ella ejerciera la novedad, descansaba en otra visión, he aquí que surge una nueva diligencia judicial y con ella viene al ánimo del pueblo más curiosidad, más expectación que en los primeros días.

El Juzgado de la capital, para ultimar algunos detalles, trasladó a los presos, a esos presos depravados y miserables, al barranco del Jalbo, al mismo lugar de su fechoría; y una vez allí, sobre el terreno, yendo al mismo cortijo donde se perpetró el asesinato del pobre mártir, del inofensivo Bernardo, reconstruyó con los crueles actores, la escena del sangriento sacrificio de aquella tierna criatura de siete años.

En esta misma plana ofrecemos un croquis exacto de cómo se hallaban situados todos los verdugos que en el crimen intervinieron, en el momento de verificarse el martirio de la víctima. Todos lo presenciaron, todos sabían de antemano que iba a cometerse. ¡Qué sangre fría, qué perversión, qué maldad la de esos monstruos que serenamente contemplaron la agonía de un inocente, apuñalado, despedazado en una orgía propia de hienas, para comerciar con las sustancias vitales de un niño de edad temprana!

El crimen de Gádor ha sido uno de esos crímenes tan extraordinarios, tan inconcebibles, tan inverosímiles, que logran la atención del mundo. No ya en nuestra provincia, ni tampoco en España entera, sino en el extranjero ha repercutido con un eco de execración infinita. La prensa, esa voz de las multitudes, ese heraldo del pensamiento de los pueblos, recogiendo en sus columnas toda la leyenda trágica del crimen monstruoso, del crimen de Gádor, nos ha dado la sensación del pavor inmenso que en todas partes se ha sentido ante un hecho tan macabro.

Periódicos de Francia, de París especialmente, periódicos de Inglaterra, de Alemania... del Norte y del Sur de América, ocupáronse de este suceso infame. ¡Triste fortuna ha sido la nuestra, ésta de atraer las miradas de todo el Universo civilizado por asesinato tal como éste que nos preocupa!

Y en rigor, de verdad se concibe esa sorpresa. ¿No ha sido el crimen de Gádor algo que ha amenazado a toda la Humanidad con la horrible amenaza del ejemplo?

¿No ha sido el crimen de Gádor algo todavía más trágico y espantoso que todos aquellos que hicieron célebre la figura de Jack el Destripador?

Caiga sobre las figuras malditas de esos malhechores todo el desprecio y la exacración toda, del Universo.

Nuestra información.

Muy avanzada la noche del sábado, notóse en Almería un gran revuelo entre personas allegadas a las autoridades judiciales y los periodistas de la localidad, con motivo de haberse extendido la versión de que los asesinos del niño Bernardo González Parra iban a ser trasladados desde la cárcel al Barranco del Jalbo y cortijo de San Patricio, con objeto de reconstituir sobre el terreno la macabra escena del asesinato.

La noticia llegó a tomar cuerpo algo más tarde, y con este motivo, los alrededores de la prisión hallábanse ocupados por buen número de curiosos que ambicionaban presenciar la salida de los verdugos.

Y en efecto; a las tres de la mañana personáronse en la cárcel dos parejas de la Guardia Civil, dispuestas a conducir al sitio indicado a algunos de los autores del crimen; los que, esposados convenientemente y con las debidas precauciones, fueron conducidos a la estación del ferrocarril, desde donde habían de de ser trasladados a Gádor, en el tren corto, que parte de Almería a las cuatro de la madrugada.

Durante el trayecto y a pesar de lo intempestivo de la hora, un gentío inmenso seguía a los criminales, gentío que llogó a engrosar en las calles del tránsito.

Llegada la hora de partir el tren, los asesinos, en número de cuatro, ó sean, Elena Amate, Julio y José Hernández y Francisco Ortega el Moruno ocuparon un coche de tercera, custodiados debidamente por las dos parejas de la Guardia Civil que los acompañaban, compuestas del cabo Juan Martínez Castillo y de los guardias segundos Juan Soriano Martín, Antonio Salvador Ibáñez y Miguel López Rivas.

También marcharon en el mismo tren algunos periodistas locales, representantes de la prensa de Madrid y el corresponsal artístico de ABC.

Mientras estos preparativos de conducción se practicaban, las autoridades judiciales se trasladaron, en dos automóviles, al lugar donde habían de encontrarse con los malhechores. en el primero de aquellos vehículos, de la propiedad de don Alfonso Viciana, subieron el Presidente de la Audiencia, D. Rómulo Villahermosa, el escribano D. Francisco Pérez Cordero, encargado de la defensa de Julio el Tonto; y en el segundo, de la propiedad de D. Ramón Orozco, el Teniente Fiscal D. Juan Bonilla; el jefe de ingenieros D. Ignacio Toll y el Secretario Suplente de la Audiencia, D. Ezequiel Gómez Sellés.

El lugar donde las autoridades detuvieron su marcha fue el puente del ferrocarril que atraviesa el Barranco del Jalbo, a cuyo sitio llegaron a las cinco de la mañana, encontrando ya en él, al tristemente célebre Julio Hernández, custodiado por una pareja de la Guardia Civil.

Los otros tres asesinos, José Hernández, Elena Amate y Francisco Ortega el Moruno, habían sido conducidos ya al cortijo de San Patricio, custodiados por la otra pareja que había salido de Almería y el sargento de Gádor Sr. Capel y guardias Antonio Úbeda Camacho, Antonio Céspedes López y Joaquín Viciedo Berenguel.

Hacia el cañal maldito.

Acompañado de la justicia y en medio de los civiles, partió el degenerado Julio hacia el preciso lugar donde la inocente víctima hubo de ser cazada por sus verdugos, para saciar con su preciosa sangre el apetito del hombre fiera que ha atraído sobre sí, con su feroz hazaña el desprecio de todos los seres humanos del Universo.

Ya en el cañal maldito, Julio expresó a las autoridades, lo que sigue, precisando el sitio del suceso.

"Debajo -decía- de esa higuera grande que está en medio de ese cañal, nos escondimos el tío Frasco, Leona y yo, cuando vimos a los tres niños venir por el río abajo; y como el tío Leona me dijera que nos iban a ver ahí, nos fuimos más abajo y nos colocamos entre esas dos matad grandes (que se encuentran en la ribera izquierda del barranco, en su desembocadura al río.)"

"Desde ese cañal" -continuó explicando Julio- "vimos regar al cortijero; y además, por detrás de nosotros era donde estaba amarrada a una parra, la cabra que se encontraba comiendo."

"Entre estas matas estuvimos un rato pequeño; y como los niños ya venían muy cerca, Leona se adelantó y cogió a Bernardo de la mano, diciéndole que lo iba a llevar a coger brevas".

"El niño, como estaba inocente de lo que Leona quería hacer, no opuso resistencia; y entonces nos lo llevamos al cañal ese, que fue donde primeramente nos escondimos, porque como tiene dos hileras de cañas y por medio va esa acequia, nadie nos veía."

El primer martirio.

"Entonces me dijo Leona: Abre el saco, Julio; y el angelico, al oírlo, comenzó a llorar. Yo abrí el saco y cogiéndole por debajo de los brazos, Leona lo metió en él, dándole dos o tres vueltas por arriba, para que no se oyera llorar. Cuando ya estaba dentro, me ordenó que me lo echara sobre el hombro y que me esperara en la entrada de ese puente mientras él vigilaba la carretera por si pasaba alguien, que no nos viera."

"Como no pasaba nadie, me hizo una seña con la mano; y como yo no lo vi, me dijo de muy mal humor: 'Anda ya, animal'. entonces atravesamos la carretera y nos metimos en el barranco ese, que le llaman del Jalbo."

Las autoridades siguieron su camino acompañados del criminal, con dirección al cortijo de San Patricio, de la propiedad del sacerdote don Bartolomé Carpente Rabanillo; lugar maldito donde se realizó la más espeluznante escena en la crónica negra de un país salvaje.

La bestia se conmueve.

La marcha continuaba su curso por los lugares sombríos por donde fue la víctima paseada, cuando al llegar a los terrenos de la finca que en aquellos lugares posee don Antonio Ledesma, Julio exclamó:

-"Aquí mismo me dio a mi mucha lástima de oír decir al niño, dentro del saco, ¡papá, papica mio! ¡ay! ¡ay! ¡sácame ya! y yo tiré entonces el saco porque no podía más."

"Cuando yo hice eso, fue Leona y cogió dos piedras para tirármelas y muy enfadado me dijo: Eres un canalla. ¿Lo vas a dejar ahí? Mira que te mato a ti también."

Entonces yo volví a coger el saco, porque no me hiciera nada; y en aquel sitio volví a soltarlo de nuevo, porque con los pies me daba muchos golpes y llevaga el niño mucho gipio. Leona me volvió a amenazar de nuevo y yo me acobardé."

"Después tiramos por aquí -decía Julio- al abandonar la rambla por donde caminaban;- y tiramos por este cerro. (Un cerro imposible de transitar, sin peligro de estrellarse, pero completamente oculto.)

La comitiva llegó a escalar el monte dirigida por Julio; monte desde el cual se divisan seis o siete cortijos inmediatos, por donde parece imposible pasar sin poder ser vistos por nadie.

La marcha continuaba, a la vez que Julio daba detalles de todo cuanto en el trayecto ocurrió el triste día de autos, cuando los expedicionarios y el asesino llegaron a doblar un pequeño monte que los separó del camino que llevaban para caer en el barranco del Marchal de Araoz.

Atravesado aquél, subieron otro cerro por donde la indefensa criatura, según decía Julio, seguía llamando a su mamá, que se hallaba lejos; a su mamá, que no llegaba a librarlo, a protegerlo, a ampararlo, con el tesoro de la bondad maternal, en contra de la furia de aquellas fieras que le martirizaban tan despiadadamente.

Ya se ve Julio, dijo Leona.

Siguieron, siguieron su camino las autoridades, en compañía del asesino, cuando al llegar a un amplio llano, desde donde todos divisaron la fachada principal del cortijo de San Patricio, exclamó Julio:

- "Cuando llegamos a este mismo sitio, me dijo Leona, anda, Julio, no desmayes; que mira ya el cortijo donde está".

Continuaron todos la marcha;y al final del mismo llano paróse Julio para decir: "Desde aquí vimos Leona y yo a mi madre que nos esperaba allí (señalando a la derecha de la puerta principal del cortijo) y se asomó a ver si llegábamos ya."

La marcha continuó; y antes de comenzar la pendiente del barranco que separa al cortijo del llano y a lado de un peñasco de grandes dimensiones, interrumpió de nuevo la marcha el salvaje de Julio para decir:

- "Aquí mismo dejé de nuevo el saco. No podía llevarlo más. Hacía mucho calor y el niño jipla mucho con una voz ronca, por que el angelico iba ya casi ahogado".

- "Cuando yo dije que no lo llevaba más, Leona se enfureció mucho y me dijo: 'Eres un bestia'. Y señalando con las manos, colocándolas a poca distancia una de otra, indicando el volumen que hacía el dinero, añadió: '¿Pero es que son poco diez duros?'"

Julio continuó diciendo que las amenazas de Leona y las impaciencias de su madre Agustina que lo llamaba para que fuera pronto, pues se encontraba ya a unos cien metros, le obligaron a echarse de nuevo el saco sobre las espaldas hasta que llegó al cortijo.

La hora del sacrificio.

Continuaba Bernardo gimiendo desconsoladamente; en ocasiones mordía a Julio; pereo éste golpeaba al niño, que callaba para luego volver tristemente a sus ayes, a sus lamentos, a sus súplicas.

En la puerta del cortijo se hallaban Agustina y Elena. Esta última venía con un cántaro de agua, llevado con prevención para que sirviera de ayuda en la faena del sacrificio. Ambas aguardaban. En sus rostros miserables, se pintaba la cruel satisfacción de un buitre frente a su presa. Sus labios temblaban a impulsos de la emoción. "¡Ya están!" ¡Al fin iban a saciar su sed de sangre! Mentalmente se regocijaban con la perspectiva de su crimen. ¡Son tan malvados!

Ayudaron a Julio a colocar el saco en rincón situado debajo del porche. Alentaron al Tonto, apresurándolo para que fuera a llamar al Moruno. Las dos panteras oían los gritos de Bernardo que lloraba con ese desconsuelo de los niños que tienen miedo, sin conmoverse. A veces se aproximaba al saco Agustina y dándole con el pie, gritaba enfurecida "¡Calla, niño ¡Calla!"

Bernardo, sin embargo, comprendiendo lo que le esperaba, seguía aterrorizado, enloquecido de pánico y lloraba, gritaba, llamaba a su madre, ¡Mama, mama, madre mía..." sollozaba. ¡Ay papa, que me matan, que me matan!..."

Los verdugos le pegaban para que no gritase con voz tan fuerte.

El lugar horrible.

El cortijo de San Patricio, es de esos lugares que ponen miedo y pavor en el ánimo más sereno. Solitario, perdido en medio del campo, rodeado de montes escabrosos, se halla aislado entre aquellos parajes, sin contar en su contorno con ningún sitio habitado en tres cuartos de legua a la redonda.

Parece el sitio predestinado para la ejecución de crímenes donde no queda más amparo ni más auxilio que los del cielo. Por estas razones, todos los vecinos de Gádor y Rioja, y los pueblos comarcanos, sintieron siempre particular aversión al cortijo de San Patricio, cortijo que es un destierro. Solamente, de tarde en tarde, se contemplan figuras humanas desde él. Lo fatídico, lo apartado, lo escondido y solitario del lugar del crimen, hacen más espantoso todavía el asesinato de Bernardo González, por constituir en él una agravante; es ésta la de haberse verificado en despoblado.

Demasiado sabían los criminales que en aquel cortijo no había de acudir nadie a impedir la realización de sus propósitos. Estaban seguros de que las tumbas no hablan y aquello es una tumba.

En busca del monstruo.

- "Apenas si me dejaron descansar, -dijo Julio, -cuando llegué con el niño en el saco".

"Frasco Leona y mi madre me dijeron que fuera a llamar al Moruno, cuyo cortijo del Carmen se encuentra a media hora de andar, y yo fui a decirle que viniera".

"En el camino, me dieron intenciones de volverme; pero como todos me estaban esperando no me atreví."

"Cuando llegué, avisé al Moruno para decirle que ya estaba el niño en mi cortijo y entonces fue cuando se vino conmigo."

"Al fin llegó Francisco Ortega, el Moruno. Iba ligero, casi a la carrera".

Los otros criminales se regocijaron con la vista de aquel malvado.

Ya llega la hora, pensarían; y pensando así, recibían con cariño a Francisco Ortega, el autor inductivo del repugnante crimen.

Llegada de otra fiera.

Antes de la llegada del vampiro que había de sorberse la sangre de la preciosa víctima, acudió al lugar fatídico, como cuervo que huele carne, el asesino José, hermano de Julio Hernández.

Sobre el mismo porche del cortijo, refirió Julio a las autoridades lo que sigue: "Cuando mi hermano José vino del trabajo, dejó un cesto que traía en un rincón que hay ahí dentro;" y acto continuo, lo señaló a la derecha del fogón de campana que existe en el zaguán o habitación de entrada.

"Después estuvo hablando con su mujer Elena, y mi cuñada le contó que yo había ido a llamar al Moruno. Al salir de la cocina, ya había yo regresado; y entonces fue cuando se sentó en ese poyo, (señalando el sitio) donde continuó mientras entre todos hicimos aquello."

"Mi cuñada Elena se quedó dentro, haciendo de comer, y después volvió a salir, para hablar con mi madre."

Arrojado a la cueva.

Antes de que llegaran Julio y Leona, condiciendo en el saco al desdichado Bernardo González, entró en el cortijo Pedro Hernández, marido de Agustina.

Tanto ésta como Elena, considerando que con la presencia de aquél peligraba la realización de su delito, procuraron alejarlo de allí.

Para este objeto, le dijeron que marchara a acostarse a la cueva donde dormía Pedro de ordinario; cueva situada a unos setenta metros del cortijo de San Patricio.

Pedro, acostumbrado a obedecer, a ser juguete tanto de Agustina como de todos los individuos de su familia, siguió el consejo, yéndose humildemente a refugiarse en la cueva donde se albergaba.

En esta misma cueva, fue donde Agustina metió los sacos que sirvieron para conducir a Bernardo, sacos que iban llenos de la sangre que vertió el niño por sus heridas.

Se consuma el crimen.

Todos los preparativos habían terminado y llegó el preciso momento del sacrificio.

Describiendo el macabro, el espeluznante cuadro que la víctima ofrecía, rodeada de sus verdugos miserables, Julio se mostró severo y sin temor a nadie para decir:

- "Primero, tendimos al niño con la cabeza frente a esa ventana, y el angelico llama a su papa y a su mama, y a mí me daba mucha lástima, porque lloraba mucho y decía: ¡que me matan! ¡que me matan!"

"Yo me coloqué, porque me lo dijo Frasco Leona, al lado derecho, y lo agarré de la cintura; mi madre estaba a la izquierda, junto a la cabeza del niño, sujetándole el brazo derecho, levantándole la manga del camisón y con la otra mano el izquierdo, para que no manoteara."

"Mi hermano José, estaba sentado en ese poyo (señalaba el sitio) frente a la cabeza del niño. Mi hermano, sí es verdad, -decía Julio- volvió la cabeza dos o tres veces, mirando con la cara a otro lado, por no ver lo que estábamos haciendo."

"Frasco Leona se puso a la derecha, al lado contrario a mi madre. Cuando fue a meterle la faca al niño para sangrarlo, dijo Leona:

- 'Tened bien ahora'; y le pinchó y llenó el vaso entero."

"¡Ah! se me olvidaba", exclamó el asesino, al pronunciar las anteriores palabras. "Como con los preparativos se pasó mucho tiempo, se hizo de noche; y como no se veía, entró Leona al cortijo y sacó el candil que se encontraba colgado en la campana de la chimenea, y lo colocó pendiente de esa cinta blanca que hay amarrada, por encima de donde estaba mi José."

"Cuando sacaron el candil, mi cuñada Elena se quedó a obscuras; pero miró por esa ventana, porque ella estaba dentro." (En este extremo, Julio titubeó un poco, como con deseos de acusar más a Elena, pues según impresiones de los que se encontraban presentes, parece como que ella bien pudo haber estado alumbrando. Esto no llegó, sin embargo, a aclararse.)

"El tío Frasco el Moruno" -siguió diciendo Julio,- "se colocó ahí (a un metro de distancia)  desde donde lo presenció todo."

"Mi madre, Agustina, tenía sobre la falda un papel con azúcar y aparó la sangre en un vaso con una cucharilla pequeña, muy cara, de esas que valen un real; y cuando la sangre cayó, empezó a moverla dándole muchas vueltas, después de haberle echado el azúcar."

Bebiendo la sangre

Con la rudeza de su expresión brusca, siguió Julio su relato. Según él, en el momento de beberse el Moruno la sangre, se hallaba realmente horrible. Antes de llevarse el vaso a los labios, el vampiro exclamó: "Mi vida es primero que Dios", y apuró el contenido de la vasija de un solo trago, sin hacer una mueca de asco, limpiándose con el dorso de su mano peluda, los coágulos que quedaron adheridos a su bigote y pegados a la barba.

Parecía que se agigantaba el monstruo al saciar los feroces apetitos de su corazón de chacal.

"Una vez que se lo hubo bebido" -decía Julio- "Francisco Leona le mandó que se metiera enseguida a la cama a sudar, que ya le llevaríamos las manteca

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