Elena Scotti/Fusion
Mi primer año después de salir de la universidad fue brutal. Me había graduado de una universidad pequeña con una licenciatura en artes plásticas, una carrera que no me dio muchas habilidades para el mundo real. Me mudé a un pequeño departamento en Brooklyn, Nueva York junto con un millón de personas. Mi cuarto tenía una triste cama matrimonial y una pequeña ventana llena de polvo con vista a la carretera Brooklyn-Queens. Ese mismo otoño, mi novio, un programador de computadoras un poco más exitoso y mayor que yo, me cortó. Me dijo que yo no sabía qué quería hacer con mi vida. Muchos dirían que se portó como un imbécil—yo también lo decía—pero tenía razón.
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Un año antes de que se desatara la crisis financiera, batallé para encontrar chamba y fui a un sinfín de entrevistas para trabajos temporales. Intenté presentar una versión de mí que parecía calmada, lista y llena de confianza. Sin embargo, me convencí que cada director de recursos humanos sabía exactamente cuánto dinero tenía en mi cuenta bancaria, que me faltaba dirección y que se me había olvidado tender la cama esa mañana. Empecé a conseguir trabajos como recepcionista, la mayoría en el mundo de la moda, pero no duraba más de una semana. No tenía conexiones, ninguna red de seguridad y sentía que estaba sobreviviendo simplemente por suerte. Siempre he sido ansiosa y me volví aún más por las pocas promesas que encontré en el mercado laboral.
Pero luego recibí una llamada inesperada. Era una reclutadora que se impresionó por algunos de los nombres en la lista de mis trabajos temporales. Le impresionó mi “confianza”, y me gusta pensar que también por el hecho de que era flaca en aquel entonces. Me quería entrevistar para un puesto como recepcionista, pero más bien resultaría ser una entrevista de trabajo para ser una de las muchas asistentes de Ivanka Trump, la hija del magnate de bienes raíces y el actual candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos. Recordé haber visto a Ivanka en una vieja portada de la revista Seventeen, pero pronto me enteré de que era ya todo una estrella en la industria de la moda y dentro del imperio Trump. “Será en su piso en la Torre Trump”, dijo la reclutadora, “en un puesto sumamente visible”.
La reclutadora era una mujer de mediana edad, bien presentada, con uñas perfectas en forma de óvalos y con la misma risa de un agente de Hollywood—tranquila pero deliberada. Me dijo por teléfono que buscaban a alguien que pudiera actuar con normalidad frente a personas famosas. “Verás a Donald con mucha frecuencia, es una gran persona”, me dijo. “También verás a Melania—ella es maravillosa—con su hijo pequeño, Barron. Ellos van de visita mucho. Nada más que no te puedes poner nerviosa”.
Me puse la única ropa bonita que tenía para el día de la entrevista, una camisa con botones y unos pantalones H&M, y me dirigí en metro hacia Manhattan. Me sentí deslumbrada por la opulencia de la Torre Trump sobre la 5ª Avenida y sus escaleras eléctricas doradas. Pero también me sentí como si me estuviera engañando a mi misma. No merecía estar en ese mundo bañado de oro. Yo cenaba lentejas cada noche. No tenía cable. Sentí que cada persona que estaba ahí pertenecía a un club super exclusivo y yo estaba llegando sin invitación.
Milagrosamente pasé la primera ronda de entrevistas frente a una mujer extremadamente bella; piel perfecta, pelo liso, y una estatura impresionante. Pensé que era una modelo. El piso estaba decorado con tonos beige — lo recuerdo porque tenía miedo de manchar la alfombra. La mujer me mostró dónde estaría mi escritorio, al lado de la pared de cristal que engloba la oficina de Ivanka. Era muy temprano y nadie estaba en el piso. Se veía como una sala de exposición abandonada. Me preguntó sobre mi experiencia laboral, la cual era limitada. Recuerdo estar deseando desesperadamente que esta mujer perfecta no se diera cuenta de mis imperfecciones—de que mis tacones ya estaban desgastados, de que mi ropa tenía pelusas. Traté de convencerla de que mis breves experiencias como recepcionista y mi tiempo trabajando en la oficina estudiantil de recaudación de fondos, marcando teléfonos y pidiendo donaciones a los ex alumnos, me habían preparado para cualquier reto. Creo que hasta le dije que había conocido a Ken Burns en la cafetería de la escuela. Sobre todo recuerdo haberme sentido paralizada durante toda la entrevista.
La segunda entrevista fue con la directora de recursos humanos, una mujer mayor que se sentaba en una pequeña oficina en una esquina. “Melania estará aquí todo el tiempo”, me dijo, “y también Donald. Entonces no te puedes quedar pasmada por su presencia”.
Todo esto me parecía bien. Estaba nerviosa, pero realmente necesitaba un empleo.
Luego platicamos sobre el sueldo; estaría ganando $35 dólares por hora. El trabajo temporal que tenía pagaba $9 dólares. Ese fue el momento en que se derrumbó mi propia Torre Trump. Los pequeños ataques de ansiedad que había tratado de controlar por varios meses se detonaron en un ataque de pánico. El tipo de ataque de pánico que te hace pensar que vas a necesitar una traqueotomía en la sala de emergencias. No merecía ese tipo de riqueza. Me sentía como una impostora que estaba desperdiciando el tiempo de la entrevistadora. Traté de respirar. Se sintió como la cosa más vergonzosa del mundo, y la entrevistadora tenía una cara entre preocupación y asco. “Respira”, me dijo, “¿Necesitas agua?”. Supe que la había regado. Nunca había experimentado algo así; el ataque de pánico y la vergüenza.
La mujer me explicó los otros detalles del puesto simplemente como una formalidad. Hasta desglosó los beneficios, las responsabilidades, y me hizo llenar más papeleo para el puesto. Sin embargo, supe que jamás iba recibir otra llamada. Cuando me fui de la Torre Trump, me sentí como una mentirosa y un fracaso. Yo no encajaba en ese sueño dorado que se me acababa de escapar de las manos. En ese momento, sentí que ese edificio ofrecía algo que yo jamás iba poder lograr en otro lugar, o por mi propia cuenta, y que había echado todo a perder. Hacía frío y lloviznaba afuera. Quería tirarme en la banqueta después de salir del lobby climatizado que parecía la bóveda bancaria de Liberace.
Se suponía que debía llamarle a la agencia de trabajo para avisarles cómo me fue, pero sentí tanta vergüenza que no pude hacerlo. La agencia me conocía como una joven chic, sin miedo y con experiencia. Pero de pronto era una niña que no podía controlar sus emociones. Me seguían marcando y por fin les contesté. “¿Cómo te fue?” me preguntó con gran curiosidad la mujer de la agencia. “La regué”, le dije. Su voz se tornó enojada. “¿La regaste? ¿Cómo?”. No le pude explicar lo que había pasado. “Este era un cliente muy importante. Pensé que podías manejarlo sin ningún problema. ¿Quién eres?”, me dijo insinuando que la había saboteado. No recuerdo lo que me dijo después de eso, más que nada porque nunca había sentido una sensación tan fea en mi vida. Por varios años llegué a sentirme mal cada vez que LinkedIn me sugería que fueramos “amigas”.
Parece extraño, pero había bloqueado de mi mente todos los detalles de esa experiencia hasta presenciar este ciclo electoral. Antes lo veía como uno de los incontables fracasos de los cuales aprendí antes de cumplir los treinta. Pero con el surgimiento de Trump como candidato este último año, me he fijado más en el efecto que su riqueza y su aparente importancia tiene sobre la sociedad. Sé de primera mano cómo el aura de la familia Trump puede afectar a la gente, especialmente si atraviesas una mala racha. Ellos son los ganadores y nosotros somos los perdedores—esperando ser salvados por un sueldo gigantesco y la entrada al gran castillo. Si somos pobres, afligidos y si carecemos de dirección, nosotros somos los culpables. Simplemente nos falta confianza y carisma.
Es básicamente lo que Trump ha repetido durante su campaña, él es la encarnación del llamado Sueño Americano. Él es mejor que nosotros y podemos lograr más con su ayuda. Pero la verdad es que Donald no salió adelante por sí mismo. Su papá, un hombre racista y mentiroso, le dio un millón de dólares para gastarlo en lo que se le diera la gana. Nos está vendiendo la idea de que solamente él nos puede ayudar a trascender nuestras limitaciones, nuestra pobreza, y salvarnos de nuestra propia humillación. Sin embargo, espero que el pueblo estadounidense pueda aprender, como yo lo hice, que los Trump no son la solución para los problemas de nadie.
Después de mi entrevista, no conseguí un nuevo y mejor trabajo como lo hizo la chica de “El Diablo Viste a la Moda”. Batallé por un rato. La economía estaba en crisis y batallé un poco más. Pero luego descubrí mi pasión por escribir y que existen personas que te pagan por hacerlo. No pagaban mucho, pero me animaban y yo lo seguí intentando. Poco a poco pude encontrar una carrera e iniciar una nueva vida de la cual estoy muy orgullosa. Ahora trabajo por una empresa cuya misión es algo que me apasiona.
Para ser sincera, todavía me imagino cómo hubiera sido mi vida si conseguía el trabajo. Mi novio—mucho más simpático y empático que el novio que me dejó hace años—bromea que probablemente estaría trabajando en la campaña de Trump, vestida con una costosa falda de tubo, y viviendo en Manhattan en un departamento gigante. Es una fantasía divertida pero completamente fuera de los límites de mi imaginación. El núcleo de mi personalidad siempre será liberal. Soy una licenciada en artes que tiene un compromiso con la justicia social y que cuestiona la gran riqueza y la autoridad absoluta.
El dinero sí es importante, y alguien que dice lo contrario no sabe lo que es no tenerlo. Sin embargo, no es lo más importante y la falta o la abundancia de dinero no son indicadores de tu talento, tu inteligencia, o tu valor como ser humano. Una década después, se siente bien darse cuenta que ningún momento, persona o trabajo te define—y nunca debes dejar que alguien te diga lo contrario.
Ni siquiera uno de los Trump.