2014-08-29

Por: Antonio Banderas

Un relato muy personal y emotivo escribió el actor español en su Creciente visita a machu Picchu. En lima, dijo a los periodistas de “Cosas” Perú que compartió su viaje de este modo por la especial cercanía que tiene con esta revista y las crónicas y entrevistas suyas que hemos publicado en Chile.

Este viaje comenzó el día 15 de julio en la ciudad de Nueva York. Yo venía de Europa, y mi hija de Los Angeles. Nos reunimos allí y volamos a Cusco al día siguiente. La ciudad nos recibió con un aire limpio y claro que por la altura tardaba en rellenar los pulmones, pero ni a mi hija ni a mí nos afectó, pues estamos acostumbrados a las alturas de Aspen, en las Montañas Rocosas de Estados Unidos, donde tenemos una casa. El ambiente que encontramos en Cusco era de una actividad frenética. Turistas de todo el mundo cruzaban las calles que, por su carácter colonial, me recordaban las formas y los estilos de mi tierra española. Americanos, alemanes, italianos, franceses y españoles convertían el lugar en una amalgama de lenguas y acentos babelianos que añadía, si cabe, más color a lo autóctono. El hotel donde nos instalamos se encontraba en la pequeña y bella Plazoleta Nazarenas. El interior de éste era exquisito. Un claustro central, desde donde llegaba la fragancia antigua del palo santo quemado por las mañanas, estaba rodeado por las habitaciones del enclave. Perfecto. Allí pasamos la primera noche, tras cenar en un restaurante de la espectacular Plaza de Armas con Juan Carlos, quien sería nuestro guía, y Franco Neri, uno de los gerentes de la empresa de expediciones Explorandes, quienes se encargarían de nuestra aventura. La conversación fue animada. Nos hablaron del Camino Inca y del espíritu con el que debíamos acometerlo. Hablamos, también, del choque de culturas, de Atahualpa y de Pizarro, de la cruz y del sol, (…) de todo lo enmarcado en las peripecias humanas y, por lo tanto, contradictorias que dieron lugar al nacimiento del actual Perú.

SUSURRÁNDONOS SECRETOS



No relataré nuestro viaje a través del Camino Inca con el detalle de lo cotidiano. Pero sí diré que los cuatro días y tres noches que pasamos en la ruta hacia Machu Picchu se convirtieron, casi de inmediato, en una experiencia que combinó lo físico con lo espiritual, lo terrenal con lo telúrico, lo  individual con lo colectivo.

El camino nos hablaba de la historia de aquellos que un día anduvieron tras un sueño que, como casi todos los sueños, se intuía inalcanzable. Nos hablaba de los ritmos naturales de la vida, de la simpleza de lo realmente importante, del agua, del aire, del fuego, del color de la rosa y de la sangre derramada. En este orden natural aparecían, perfectamente armonizadas con esa naturaleza explosiva, bella y cambiante, las estructuras construidas por el pueblo inca, las cuales no luchaban contra las formas propuestas por la vida, sino que se abrazaban a ellas de manera sutil. Como quien no quiere enfadar a las montañas, como quien quiere ser amigo del río, del valle, del cóndor o de la alpaca.

Sí, inevitablemente, el Camino Inca comenzó a hablarnos del respeto hacia los misterios de la existencia, continuó hablándonos de lo personal, de lo íntimo, y terminó susurrándonos secretos ocultos en lo más recóndito de nosotros mismos.

No sé si los días se fueron comprimiendo o expandiendo. La percepción que tengo es ahora difusa en cuanto al tiempo transcurrido. La memoria se dibuja en mi mente como un rompecabezas, un puzzle que quizás tarde tiempo en recomponer, pero que, si tengo la fortuna de ensamblarlo, podría darme respuestas a todas las preguntas que fueron surgiendo. Preguntas que provenían entremezcladas con la maleza, las rocas, el cielo imposiblemente azul o el espacio sobrecogedoramente abierto. Pero estos días fueron impregnándonos, como las gotas de lluvia que golpeaban nuestras tiendas cada noche hasta que, de repente, como si despertásemos de un sueño, nos encontramos frente a una escalera final que, al observarla, nos hizo exclamar “¡Oh, Dios mío!”.

Nuestro guía nos dijo que ése era precisamente el nombre de esa escalera, pues todos los que, como nosotros, llegaban a ese punto decían lo mismo. Un muro de piedras escalonadas que habría de conducirnos hacia la famosa Puerta del Sol, donde todo termina o comienza, una especie de prueba final, un guiño inca.

Pero al final de la escalera observamos un brillo conocido por mí: la lente de una cámara de video que nos apuntaba directamente. En este caso, una amenaza que podría interrumpir la pureza que buscábamos y que creíamos haber ganado.

Yo podía superarlo, pues forma parte de mi trabajo, de mi vida. Hace tiempo renuncié a mi intimidad. Como muchos me dicen, es el precio que tengo que pagar, y creo que con paciencia y buen humor lo acepto. Pero no quería que nadie le robase la intimidad al observar la ciudad que estuvo oculta por siglos, ese placer que sólo se puede vivir una vez, a mi hija Stella. Así que rogué, supliqué, creo recordar que también grité que, por favor, nos regalasen ese momento. Sólo ese momento.

Debió de ser tan contundente mi petición que el individuo –al que no llamaré paparazzo– que manejaba la cámara accedió a dejarnos vivir ese instante de forma privada. Siempre se lo agradeceré.



Cuando subimos las escaleras y atravesamos la Puerta del Sol, iba tan atento a que no nos contaminara el momento, que no percibí dónde nos hallábamos. Mi instinto protector de padre me volvió ciego a lo evidente. Pero cuando me volví a mirar a mi hija, quizás a comentarle algo, vi que dos lágrimas le rodaban por sus mejillas. No me miraba a mí. Tenía la vista perdida en algo a mis espaldas. Poco a poco me giré y dirigí la vista en la misma dirección hacia donde ella miraba. Y allí estaba. Como las aristas del tallado de una esmeralda, con una geometría irreal, pero perfecta: Machu Picchu, el final de nuestro viaje.

No hacía falta sacar de nuevo la  cámara que había usado para recoger y almacenar recuerdos durante toda la ruta. La memoria sería mi almacén en el que, de repente, todas las vivencias compartidas e imágenes inolvidables tomarían sentido.

También compartí lágrimas de emoción con mi Stella, mi compañera de viaje, quien siempre recordará que la primera vez que se asomó a este balcón peruano –por donde se ve parte del mundo y los sueños de su gente– lo hizo de la mano de su padre.

Machu Picchu, la ciudad inacabada, como los seres humanos a los que sólo puede acabar Dios, cualquiera sea la idea de Él que uno tenga.

Sí, por aquí han pasado Dios o los dioses, de eso estoy seguro. Machu Picchu, ahora te doy las gracias. Ahora que te veo pequeña a la distancia, pero grande en el corazón e infinita en mi alma.

@revistacosas

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La entrada Antonio Banderas y su hija Stella EN EL CAMINO DEL INCA aparece primero en Revista Cosas.com.

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